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La figura ruinosa constituye, indudablemente, un pilar básico de la teoría psicoanalítica: sobre todo en la medida en que ésta traza genealogías subjetivas “ruinosas”, llenas de “resto”, colmadas de “trauma”, al tiempo que orienta la acción constitutiva de la vida psíquica. El concepto de resto – residuo, fragmento o ruina –, en tanto que pieza medular del universo tropológico moderno tiene, por lo demás, un ámbito de proyección decididamente histórico-social, pues delimita un compromiso de eso que convencionalmente damos en llamar “modernidad”, con la segregación de espacios, ámbitos y funciones sociales. En otras palabras, la modernidad suena a fragmentación, a descomposición en unos casos, y a atomización o “diferenciación”,1 por emplear un término de Niklas Luhmann, en otros. Lo real deja de ser un precipitado positivo para instalarse en el centro gravitatorio de la experiencia en tanto que falta, apertura, promesa o posibilidad. “Lo real”, dice el psicoanalista Juan David Nasio, “no forma parte del análisis. Mediante este enunciado extremo, quiero hacer notar que lo real, aun siendo nuestro afuera lejano, es también un agujero situado en el centro mismo de nuestra experiencia”.16 La propia flexión clínica de la experiencia real reenvía el universo de referencias positivas, simbólicas, del sujeto, hacia una fractura constitutiva y, en ese sentido, pre-discursiva – ajena a toda temporalidad homogénea o lineal.