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Edmónd Jabès ha descrito con palabras justas esta nueva configuración del infierno en la sociedad contemporánea: “Auschwitz es el infierno donde millones de seres humanos fueron los mártires inocentes de una monstruosa empresa de inferiorización, de desvalorización, de rebajamiento sistemático del hombre ante los ojos espantados de la muerte, tan degradada ella misma, que por primera vez conoció el asco (...) Por eso las llamas que se elevaban en el humo de los hornos crematorios no eran las del infierno de San Pablo. Las llamas de Auschwitz no purificaban el alma de los deportados. Las devolvían más livianas a la nada.” Primo Levi también nos ofrece una imagen del infierno concentracionario: “Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar de pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muerto. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota.”Quizá por ello podamos preguntarnos, como Forster: “¿Qué palabras utilizar para intentar describir la trama del infierno? ¿Cómo volver a los textos ejemplares de la literatura allí donde el infierno era metáfora de una realidad imaginaria cuando, en Auschwitz, se ha vuelto manifestación de lo humanamente posible? Preguntas iniciales, simples marcas de una interrogación que no cesa de crecer en una época, la nuestra, que por diversos y extraños caminos vuelve a toparse con los relatos del horror, con la presencia, tan difícil de explicar, del mal absoluto asociado con el mal de la banalidad”. Auschwitz es mucho más que el nombre de un campo de exterminio, que el lugar en el que se focalizó la barbarie genocida del nazismo; Auschwitz concluye el itinerario maldito de un Occidente que hizo del “judío” el paradigma de lo abominable, alquimia de deicidio y contumacia, cómplices del demonio, usureros de los poderosos y apátridas preparados para la traición. El “judío” permaneció irreductible, un otro que amenazaba el dominio absoluto de la cristiandad; figura de una persistencia insoportable que insistía en sustraerse a la gramática homogeneizadora del logos occidental.