Uno de los principales problemas que plantea el estudio del habla de los reyes, no sólo en la Edad Media, es su carácter habitualmente mediato. En efecto, sólo en tiempos recientes poseemos muestras suficientemente cercanas (correspondencia íntima y otros papeles personales, entrevistas más o menos improvisadas e informales, testimonios en memorias o géneros similares de testigos directos de la vida cotidiana del personaje en cuestión) como para hacernos una idea no excesivamente disforme del uso espontáneo del habla regia, como manifestación tanto de la personalidad individual de quien la pronuncia, como de la función social que ostenta, aspectos que no siempre se hallarán en armonía.
En el período que nos ocupa, la información sobre el habla regia depende mayoritariamente de la historiografía y ésta posee un triple condicionante: uno es la relativa escasez de discurso directo en el género; otro, la doble mediación temporal e ideológica del historiador que refiere hechos de los que pocas veces ha sido testigo directo y que, desde luego, contempla con una perspectiva específica; el tercero es la tradición propia del género histórico desde sus modelos grecorromanos de inventar discursos y cartas de sus principales personajes, especialmente de los monarcas. Todo ello hace que los datos fiables sobre el habla de la mayoría de los reyes hispánicos del medievo sean bastante escasos. Cierto que, para el caso de la Corona de Aragón, hay dos excepciones relativas: una la constituyen las «autobiografías» de Jaime y Pedro IV, la otra la abundante correspondencia conservada en el Archivo de la misma a partir, cuando menos, del reinado del mismo Ceremonioso. En especial esta segunda categoría palia en parte nuestro déficit informativo, toda vez que hay abundantes cartas dirigidas a miembros de la propia Casa Real o de la confianza del soberano, lo que siempre favorece la afloración de un tono más personal y directo, por encima de la estricta tipología diplomática y la frialdad de sus dispositivos. Aun así, el discurso escrito nunca es enteramente equiparable al oral y en toda correspondencia asentada en el Registro de Cancillería hay que contar con la intervención de la escribanía regia, salvo en el caso (proporcionalmente mínimo) de las series autógrafas.
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