En una de las escenas más impactantes de Las invasiones bárbaras (2003), la película con la que Denys Arcand triunfó en Cannes y cosechó el Oscar a la mejor producción extranjera en 2004, se nos muestra a un sacerdote que trata con una joven anticuaria americana la venta de candelabros, altares, óleos del Sagrado Corazón y yesos de vírgenes policromadas, entre otros objetos religiosos que se amontonan desordenadamente en los sótanos del arzobispado de Montreal. Y es que, explica el guionista, el descenso de la religiosidad forzó el cierre de muchos templos y la necesidad de vender los excedentes para poder mantener el resto. La marchante, sin embargo, responde con frialdad que el mercado americano está saturado de objetos de culto franceses y que sólo tendrían salida los cálices del siglo XVIII.
¿Qué pasaría si la escena nos mostrara un zaguán de cosas traídas de algún poblado de Africa, el continente de los exploradores y los etnógrafos, el exterior preferido por los guionistas de National Geographic? Los bárbaros reaccionarían igual y, seguramente, sólo querrían rescatar (reintroducir en el mercado) las máscaras sacrificiales. ¿Qué hacer con el resto? ¿A dónde enviar los copones de plata y los frascos de ébano? Porque, aunque nadie discuta el valor etnográfico de los objetos de culto canadienses o de la civilización africana, lo cierto es que tampoco son muchos los que aprecian (están dispuestos a pagar) su calidad artística. Tal vez el patrimonio religioso sea el pretexto utilizado por Arnand para introducir una reflexión más general. Puede que detrás de la ironía se esconda una advertencia o, más probablemente, una premonición. En todo caso, nada nos impide imaginar como verosímil un destino parecido para la gran mayoría de los objetos que se conservan en muchos de nuestros costosos museos de arte. Y no sólo hablamos de los de pintura o escultura. Tampoco estamos pensando en el impacto de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (las llamadas TIC) que permitirán poner en circulación no sólo los objetos y sus intérpretes, sino también los detalles más nímios, las restauraciones menos conocidas y las conexiones más asombrosas. ¿Querrá alguien ir al museo o, como se les llama ahora, Centro de Arte o lo que sea? ¿seguirán los museos teniendo claras sus funciones? Porque habrá que reconocer que cuanto mayor es su número, menos obvia es su dimensión patrimonial y más evidente resulta su función mercantil e industrial.
Dejemos a un lado la pintura y pensemos en las colecciones de rocas, mariposas, plantas, ingenios, huesos, monedas, cerámicas, meteoritos, mapas, planos, exvotos, ceroplastias, conchas, anencéfalos en alcohol o en las maquetas de máquinas, urbanas y anatómicas. ¿Qué hacen todos estos artefactos en un museo? ¿Sobrevivirán otro siglo en anaqueles visibles o acabará pasándoles lo que al patrimonio católico québécois? Dejemos por el momento la segunda pregunta en el aire. Para la primera vamos a apresurar una respuesta que anuncia ya el contenido de nuestra intervención. Todos esos objetos que hemos mencionado llegaron al museo como testimonio de una cultura nueva que por su naturaleza misma pertenecía a todos y no era de nadie. Eran expresión fehaciente del ensanchamiento de la esfera de lo público y por eso hemos hablado en el título del museo como casa de los comunes.
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