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La participación socio-política juvenil está sujeta actualmente a un debate que enfrenta a catastrofistas con matizadores e, incluso, con entusiastas. La posición catastrofista, en retroceso, va en la línea de Putnam (1995 y 2000) al lamentarse por un declive del capital social en los diferentes países, el cual también afectaría a los jóvenes e iría en correlación con un clima de desafección política (Montero y Torcal, 2000). La investigación social, en este caso, parece ir acompañada por la percepción general de la ciudadanía y de los medios, que utilizan a menudo el Mayo francés como criterio de comparación subjetiva con la situación actual. Más concretamente, en lo que concierne a España, la imagen de cierto letargo tras la transición ha ganado adeptos.
Frente a estas posturas emergen estudios de corte más positivo. Las matizaciones señalan que en la Unión Europea no disminuye el interés de los jóvenes por la política sino la credibilidad de los políticos (Bendit, 2000), que hay una apatía política juvenil interesadamente agigantada (Lacaci, 1985) o que lo realmente existente es un descontento con la participación política formal y una elaboración de agenda política propia por parte de los jóvenes (Henn et al., 2002). Incluso, para el caso español, hay quien ha demostrado estadísticamente que aislando el efecto de la edad (los jóvenes de todas las épocas siempre votan menos que los adultos) y otros, resulta que sería la generación de los noventa (nacidos entre 1976 y 1982) frente a las anteriores la de mayor probabilidad de votar actualmente (Morales, 2003). Todos estos hallazgos ponen en entredicho una supuesta retirada de los jóvenes de la política, y hacen pensar más en una reformulación de los medios empleados tanto para implicarse en la sociedad como para influir en la esfera política.