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En la década de los 80 había razones para temer que la oleada de redemocratización fuera de corta duración en América Latina. En Centroamérica, pese al restablecimiento de los gobiernos civiles y la realización periódica de elecciones, los enfrentamientos armados continuaban, y la presión militar no sólo se traducía en violencia criminal contra los simpatizantes de la guerrilla y contra la oposición en general, sino también en el fortalecimiento de grupos paramilitares que amenazaban seriamente las posibilidades de la democracia. En Perú, la imparable violencia de Sendero Luminoso se sumaba a la hiperinflación y la crisis económica para crear una situación de ingobernabilidad en los estertores del gobierno de Alan García. Y en los demás países de la región cabía temer que la gravedad de la crisis económica, al acentuar la desigualdad social, diera origen a situaciones de conflicto incompatibles con la continuidad de la institucionalidad democrática.
Sin embargo desde entonces los conflictos violentos han disminuido en la región. En Centroamérica, el agotamiento de los actores armados y un escenario internacional que estimulaba el acuerdo condujeron a sucesivos procesos de pacificación y desmovilización. Aunque en Perú y en México —desde 1994— siguen existiendo grupos armados, que en el caso de Chiapas mantienen una notable presencia en los medios de comunicación, sólo en Colombia han llegado a constituir las guerrillas (FARC y ELN) un problema casi irresoluble para el Estado, y es evidente que su fuerza no está directamente relacionada con el crecimiento de la desigualdad en el país.
Que el deterioro social no se haya traducido en mayor conflictividad tiene varias explicaciones. La primera se refiere a la propia lógica de la acción social: un colectivo que se ha visto gravemente afectado en sus intereses sólo se movilizará si cuenta con los recursos organizativos necesarios para ello. Los sectores populares más afectados por la crisis carecen a menudo de organización y dirección que les permitan movilizarse, y la protesta de las clases medias pasa normalmente por la política democrática, en forma de voto de castigo a los gobiernos o de voto frustrado a candidatos excéntricos. En cuanto a los sindicatos, su debilitamiento a causa de la crisis, los incentivos selectivos ofrecidos a sus dirigentes, y el juego estratégico derivado de sus relaciones con los partidos, se han combinado para reducir su movilización frente a las reformas económicas (Astudillo, 1999; Murillo, 2000).
En este contexto, la insurrección de Chiapas aparece entonces más como una excepción que como la regla de lo que cabe esperar si crecen la desigualdad y la pobreza. Sin embargo, a comienzos de los 90 uno de los argumentos que se podían manejar desde la izquierda a favor de políticas sociales que contrarrestaran los efectos negativos de la crisis y las reformas estructurales era, precisamente, la necesidad de evitar que se extendiera el síndrome de Sendero y se generalizaran las revueltas, violentas y de corte más o menos milenarista, entre los sectores más pobres y afectados por la crisis. Desde la perspectiva actual, lo primero que llama la atención es el hecho de que en Chiapas, como en la sierra peruana, el proceso insurreccional se ha producido sobre una base de comunidades indígenas no muy lejanas de las sociedades tradicionales. Si aceptamos que Sendero Luminoso y el EZLN —dentro de sus sustanciales diferencias— son fenómenos anómalos, y no simplemente el resultado esperable del crecimiento de la desigualdad, merece la pena analizar las razones de su aparición